Aceptó una última cita
tras múltiples, humedecidas
súplicas y promesas.
Sentados al fin enfrente uno
del otro,
cercanos los cuerpos tras la
mesa,
distante la seguridad de cada
uno,
apagada la luz en las
miradas.
Pidieron. Él lo de siempre,
un café con leche templada.
Ella un vino blanco bien frío,
que había empezado a gustar
durante las tardes grises
rodeadas de incertidumbre y
soledad.
Él aseguró que ya había
terminado
con aquella relación,
que había sido una locura
pasajera,
que no había significado
nada en realidad,
que la seguía queriendo a ella
como el primer día.
Solo esperaba su indulgencia
para reanudar la relación,
que ya vería cómo todo a
partir de ahora
iba a ser diferente,
mejor que nunca.
Y al fin calló.
Se sentía seguro, confiado,
pensando que no habría para
ella
nunca nadie
que pudiera cubrir el hueco
que dejó tras su último
devaneo.
Ella le escuchaba atenta,
intentando percibir en sus
palabras
unas gotas de disculpa y
sinceridad,
algún vestigio de ternura en
su corazón,
un mínimo deseo de reinventar
algo que ya se iba
desvaneciendo.
Pero no sintió en su interior
mas que una sorprendente
indiferencia.
Puso una mano sobre la de su
marido,
le miró fijamente y le dijo
con voz clara y firme:
“Lo siento, ya es tarde”.
Apuró su copa, se puso el
abrigo
sin prisa
y se dirigió hacia la salida
del bar.
Ya en la calle una inesperada,
radiante sonrisa se asomó,
al fin, a su rostro.
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