Se desprendió la última flor
del almendro
y cayó leve sobre la tierra
húmeda,
dejando desnuda y huérfana la
rama.
El eco de su voz se va
ocultando
tras el hueco de la memoria
y un afligido silencio ocupa
su lugar.
La soledad perfila su
ausencia:
ausencia de abrazos,
ausencia de sonrisas,
ausencia de intimidad,
ausencia de su aliento.
No será la misma brisa
la que acaricie nuestros
cuerpos
en la playa junto al azul del
mar.
Ya no le encontraremos
al volver la esquina
ni seremos envueltos por la
calidez
de su aprecio y su ternura.
¡Alzó el vuelo demasiado
pronto
dejándonos deshabitados,
nuestro querido amigo,
hermano, compañero…!
Pero la vida es insistente,
tenaz.
Tras las gélidas cenizas del
invierno
siempre vuelve a resplandecer
la primavera.
Después que pase prudencial el
tiempo
y su noche implacable,
la amargura impregnada de
llanto,
se abrirá paso su recuerdo,
vivificador, estimulante,
hasta sentirle muy adentro,
tal como era, como continúa
siendo.
Porque un día salió al fin
de la clandestinidad y ya no
se volvió a ocultar,
para pasear libre por las
calles de su barrio,
para seguir luchando por la
dignidad,
para continuar alzando su
grito contra la injusticia,
para anudar cada día nuevos
lazos de fraternidad,
para seguir brindando con la
copa de la amistad.
Le volveremos a sentir en los
almendros recién florecidos,
recogeremos su testigo en las
luchas vecinales,
abriremos nuevas sendas de
diálogo y encuentro,
cantaremos de nuevo con él
para que surja
un nuevo mañana, otro mundo
posible,
más justo y fraterno.
Y cada tarde volveremos a
pasear
por la nueva avenida de la
Quinta
que llevará impresa su nombre,
contemplando sus estrellas, ya
nuestras,
reviviendo su existencia, sus
huellas,
alegrándonos de haber conocido
a un buen hombre
y que, a su lado, no tenía
cabida la tristeza.
Porque nadie que haya amado
tanto
como Andrés
puede ser arrebatado
del corazón de la vida.