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lunes, 15 de octubre de 2018

Eva


Eva se tiende sola con su dicha
sobre el lecho,
únicamente las sábanas la cobijan
y atesoran sus más íntimos secretos.

Deshoja, página a página, lentamente,
fantasías que la van aproximando olas
que llegan acariciadoras y la cubren
con una tibia ebriedad de espuma,
de brumas que avivan el anhelo.

Deja caer el libro que ha abierto     
vorazmente su apetito y el deseo,
pero decide contener la urgencia
y detenerse lentamente
en cada ardiente recodo del camino.

Las yemas se refugian en su pelo,
palpan sus párpados,
se dejan besar y humedecer
hasta agradecer
el delicado roce de los labios.

Los dedos ascienden como cabritillas
por las colinas hasta llegar a su cima,
donde se demoran, descansan
y abrazan la hierba,
cada brote que renace erguido.

Ahora descienden calmos por el valle,
beben hasta embriagarse
de un pequeño estanque
y continúan recorriendo
pausados las dos orillas
que protegen el hueco ahora abierto,
suplicante, bañado de rocío,
la cavidad que enardece la pasión
y devuelve el eco inconfundible
de cada noche encendida.

Entonces Eva extiende su mano,
abre la caja de las sorpresas y el deleite
y comienzan a posarse
sobre ella mariposas,
a vibrar el retoño en el ápice de su rama,
las excitantes ondas que palpan
a oscuras todos sus rincones,
sedosas alas y plumas
que incitan al delirio,
juegos que cierran, ahondan e inflaman
las aberturas ocultas y ahora expuestas.

Hasta que el universo de la habitación se incendia y refleja
una lluvia de estrellas fugaces,
el aire se adensa de intensos suspiros
y la cama se vuelve el íntimo refugio
de los estertores,

que ya no conducen
a los silencios, las imposturas
y tantas lágrimas ahogadas,

sino a alzar el vuelo, libre al fin
hacia el inédito y abrasador
arrebato de la pasión,
a cada nuevo y espléndido despertar,
a un inexplorado sentimiento de alegría.










   

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