Eva se tiende sola con su
dicha
sobre el lecho,
únicamente las sábanas la
cobijan
y atesoran sus más íntimos secretos.
Deshoja, página a página,
lentamente,
fantasías que la van aproximando
olas
que llegan acariciadoras y la
cubren
con una tibia ebriedad de espuma,
de brumas que avivan el anhelo.
Deja caer el libro que ha
abierto
vorazmente su apetito y el
deseo,
pero decide contener la
urgencia
y detenerse lentamente
en cada ardiente recodo del
camino.
Las yemas se refugian en su
pelo,
palpan sus párpados,
se dejan besar y humedecer
hasta agradecer
el delicado roce de los
labios.
Los dedos ascienden como
cabritillas
por las colinas hasta llegar a
su cima,
donde se demoran, descansan
y abrazan la hierba,
cada brote que renace erguido.
Ahora descienden calmos por el
valle,
beben hasta embriagarse
de un pequeño estanque
y continúan recorriendo
pausados las dos orillas
que protegen el hueco ahora abierto,
suplicante, bañado de rocío,
la cavidad que enardece la
pasión
y devuelve el eco
inconfundible
de cada noche encendida.
Entonces Eva extiende su mano,
abre la caja de las sorpresas
y el deleite
y comienzan a posarse
sobre ella mariposas,
a vibrar el retoño en el ápice
de su rama,
las excitantes ondas que palpan
a oscuras todos sus rincones,
sedosas alas y plumas
que incitan al delirio,
juegos que cierran, ahondan e
inflaman
las aberturas ocultas y ahora
expuestas.
Hasta que el universo de la
habitación se incendia y refleja
una lluvia de estrellas
fugaces,
el aire se adensa de intensos
suspiros
y la cama se vuelve el íntimo
refugio
de los estertores,
que ya no conducen
a los silencios, las
imposturas
y tantas lágrimas ahogadas,
sino a alzar el vuelo, libre
al fin
hacia el inédito y abrasador
arrebato de la pasión,
a cada nuevo y espléndido despertar,
a un inexplorado sentimiento
de alegría.
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