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jueves, 10 de abril de 2014

Noche de laberínticos vuelos de murciélagos

Mi amigo Quintín García, gran poeta con muchos premios a su espalda, ha ganado el primer premio de Peñaranda de Bracamonte, aquí os lo dejo, que lo disfrutéis.


XX PREMIO NACIONAL DE POESÍA.
Peñaranda de Bracamonte


 

noche de laberínticos
vuelos de murciélagos






Entre mis ruinas me levanto,
solo, desnudo, despojado,
sobre la roca inmensa del silencio,
como un solitario combatiente
contra invisibles huestes.
La poesía

                                                                                  OCTAVIO PAZ

1   
 ¿De dónde cuelgo yo mis ojos vulnerados, estas casas vacías
que me habitan, el frío invierno de mis huesos y silencios? ¿De dónde
la herida soledumbre de mis noches siguiendo y siguiendo, una
hora tras otra, este laberíntico vuelo de murciélagos, el sordo
reptar de las serpientes? ¿Acaso de estos brazos ya muñones y baldíos? 
¿Del quicio de mi puerta removido por tantas tormentas y derrotas?
¿O de las diademas y tiaras que adornan las cabezas de los dioses al uso?


2
Colgaré -me dije- esta historia mía de hombre, desolada, de los hombros
patronales de tronos, dominaciones y potestades ( la Bestia, la Gran
Ballena Blanca, las Torres de Babel –torres KIO, torres Petronas, torres
Gemelas redivivas-, la Gloria de Bernini hipostasiada, el Mercado, las Patrias                                                                                                      
que me susurran paraísos a la carta: nuestros vigías salvarán tu nave.

O de la bífida lengua de la serpiente, siempre enhiesta y en ascuas,
siempre viva, que me ofrece en sus escaparates flambeados refulgentes
frutas prohibidas, adagios de violines de marfil, mientras subo la senda.

Quizás  te convenga colgarla –insistí- de los dulces augures (diosecillos
virtuales, el Gran Hermano catódico e icónico, la Wikipedia…), tan solícitos,
que te gritan desde el ágora: siempre que llueve escampa y ya verás
cómo mañana sale el sol.   

3                                  
Pero siguió lloviendo tanto, tanto, que cuando por fin escampaba
estaba ya calado hasta los huesos, a puntito de ahogarme, la cara
entumecida, amarga de cenizas la lengua y los andares, derrotado
(Laoconte dolido de serpientes). Y además había siempre alguien
que robaba el sol por muchos días y soltaba de la madriguera
del Averno a los cuatro jinetes –rojo, negro, verdeamarillo y blanco-
de El Apocalipsis aprovechando sin duda la complicidad obscena
y bastarda de la noche: mi boca solo acertaba a imitar, torpe,
en sorda bocina, el grito de El Grito de Munch: la ceguera
y el frío se me hicieron persistentes.
(En fin, tampoco allí había percha
donde asir mis soledades y cobijar estos ojos heridos de zozobras,
menesterosos de luz y paraísos: Creció mi sed)  

4
 Así que prescindí de los dulces augures, tan solícitos, y de los cantos
de sirena del Becerro de Oro y de los buitres –el Ángel Exterminador,
el filicida dios Cronos y sus devastaciones, la Gran Crisis deicida, Wall
Street- que día y noche me asaltaban con sus altavoces desde los altos,
turbadores cascabeles de La Farsa. Ya puestos me atreví incluso
a prescindir de mis castillos en el aire, tan carne de mi carne
aunque sin carne y huesos, fantasmas áureos que me han acompañado
desde la larga orilla de la infancia. Me quedé desnudo.
       (Alguien
me había borrado, inmisericorde, del número
de los 144.000 salvados, escritos en el Libro)

5                
Hasta de mis lamentaciones prescindí, a veces tan convincentes.
Y una vez purificado del exangüe fulgor de los líquenes
adheridos a mis pies, me puse, como Sísifo, a subir por mi cuenta la piedra
acodada a los ijares. Me puse a aprender que nunca se hace cumbre
sino con la muerte; que detrás de una cima viene otra, y otra, y otra; que
la piedra se cae; que la vida es sólo tener las manos llenas de tejer
día a día la choza de espadañas, la choza, ay, donde guarecernos
de la lluvia, la que hemos de dejar en herencia a los vientos
y a los hijos.
                        Aprender
que sólo nos corresponde un trocito de sol. Y de tierra –la justa
para asentar los pies-. Y de fuego.
        Y saber que es bastante. Por lo menos
hasta la partida final contra la muerte. (Solo nos examinarán
del dolor de las manos)

6      
Desde entonces  he perdido esa obsesión por encontrar perchas ajenas
donde colgar  mi ropa y mi condena. O quizás me he acostumbrado
a que sólo es posible esperanzarse en la sola andadura de mis pies. ¡Miento!:
hay calor y luz en las manos tendidas de cuantos menesterosos
arroja La Bestia contra los acantilados. Y de los ciegos y mudos
a los que el miedo arrancó los ojos y la boca y claman señales
para ascender la senda. Con ellos subiré la piedra. Y tejeré 
la choza de espadañas. Con ellos beberé del fuego y de la miel
que logremos robar a los salteadores. De ellos seré testigo, enmudecido
centinela en esta larga noche de huerto de los olivos, antihéroe
melancólico alimentado de las brumas inocentes de la Arcadia
o del núbil asteroide de El Principito.

7                
De ahora en adelante me pasaré las noches vigilando la oculta
andadura del sol, tan lenta, tan oscura, por esos mundos ignotos
que le ocultan hasta su exacta cita con el alba. No vaya a ser
que algún día alguien vuelva a robar el sol –tronos, dominaciones,
el Hongo nuclear, los Agujeros Negros, el Lehman Brothers-
y no haya luz con que lavarme y renacer, prístino, al flujo
verdadero de las cosas.
     Ni fuego en los abrazos de los náufragos
con que consolar esta carne dolida y fría, esta historia de hombre
tan crecida de soledumbres y de laberínticos
vuelos de murciélago.


                                                                       Quintín García

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