XX
PREMIO NACIONAL DE POESÍA.
Peñaranda
de Bracamonte
noche
de laberínticos
vuelos
de murciélagos
Entre mis ruinas me levanto,
solo, desnudo, despojado,
sobre la roca inmensa del silencio,
como un solitario combatiente
contra invisibles huestes.
La poesía
OCTAVIO
PAZ
1
¿De dónde cuelgo yo mis ojos vulnerados, estas
casas vacías
que
me habitan, el frío invierno de mis
huesos y silencios? ¿De dónde
la
herida soledumbre de mis noches siguiendo y siguiendo, una
hora
tras otra, este laberíntico vuelo de murciélagos, el sordo
reptar
de las serpientes? ¿Acaso de estos brazos ya muñones y baldíos?
¿Del
quicio de mi puerta removido por tantas tormentas y derrotas?
¿O
de las diademas y tiaras que adornan las cabezas de los dioses al uso?
2
Colgaré
-me dije- esta historia mía de hombre, desolada, de los hombros
patronales
de tronos, dominaciones y potestades ( la Bestia, la Gran
Ballena
Blanca, las Torres de Babel –torres KIO, torres Petronas, torres
Gemelas
redivivas-, la Gloria de Bernini hipostasiada, el Mercado, las Patrias
que
me susurran paraísos a la carta: nuestros
vigías salvarán tu nave.
O
de la bífida lengua de la serpiente, siempre enhiesta y en ascuas,
siempre
viva, que me ofrece en sus escaparates flambeados refulgentes
frutas
prohibidas, adagios de violines de marfil, mientras subo la senda.
Quizás te convenga colgarla –insistí- de los dulces
augures (diosecillos
virtuales,
el Gran Hermano catódico e icónico, la Wikipedia…), tan solícitos,
que
te gritan desde el ágora: siempre que llueve escampa y ya verás
cómo
mañana sale el sol.
3
Pero
siguió lloviendo tanto,
tanto, que cuando por fin escampaba
estaba ya calado hasta los huesos, a
puntito de ahogarme, la cara
entumecida, amarga de cenizas la lengua
y los andares, derrotado
(Laoconte dolido de serpientes). Y
además había siempre alguien
que robaba el sol por muchos días y
soltaba de la madriguera
del
Averno a los cuatro jinetes –rojo, negro, verdeamarillo y blanco-
de
El Apocalipsis aprovechando sin duda
la complicidad obscena
y
bastarda de la noche: mi boca solo acertaba a imitar, torpe,
en
sorda bocina, el grito de El Grito de
Munch: la ceguera
y
el frío se me hicieron persistentes.
(En
fin, tampoco allí había percha
donde
asir mis soledades y cobijar estos ojos heridos de zozobras,
menesterosos
de luz y paraísos: Creció mi sed)
4
Así que prescindí de los dulces augures, tan
solícitos, y de los cantos
de
sirena del Becerro de Oro y de los buitres –el Ángel Exterminador,
el
filicida dios Cronos y sus devastaciones, la Gran Crisis deicida, Wall
Street-
que día y noche me asaltaban con sus altavoces desde los altos,
turbadores
cascabeles de La Farsa. Ya puestos me atreví incluso
a
prescindir de mis castillos en el aire, tan carne de mi carne
aunque
sin carne y huesos, fantasmas áureos que me han acompañado
desde
la larga orilla de la infancia. Me quedé desnudo.
(Alguien
me
había borrado, inmisericorde, del número
de
los 144.000 salvados, escritos en el Libro)
5
Hasta
de mis lamentaciones prescindí, a veces tan convincentes.
Y
una vez purificado del exangüe fulgor de los líquenes
adheridos
a mis pies, me puse, como Sísifo, a subir por mi cuenta la piedra
acodada
a los ijares. Me puse a aprender que nunca se hace cumbre
sino
con la muerte; que detrás de una cima viene otra, y otra, y otra; que
la
piedra se cae; que la vida es sólo tener las manos llenas de tejer
día
a día la choza de espadañas, la choza, ay, donde guarecernos
de
la lluvia, la que hemos de dejar en herencia a los vientos
y
a los hijos.
Aprender
que
sólo nos corresponde un trocito de sol. Y de tierra –la justa
para
asentar los pies-. Y de fuego.
Y saber que es
bastante. Por lo menos
hasta
la partida final contra la muerte. (Solo nos examinarán
del
dolor de las manos)
6
Desde
entonces he perdido esa obsesión por
encontrar perchas ajenas
donde
colgar mi ropa y mi condena. O quizás me
he acostumbrado
a
que sólo es posible esperanzarse en la sola andadura de mis pies. ¡Miento!:
hay
calor y luz en las manos tendidas de cuantos menesterosos
arroja
La Bestia contra los acantilados. Y de los ciegos y mudos
a
los que el miedo arrancó los ojos y la boca y claman señales
para
ascender la senda. Con ellos subiré la piedra. Y tejeré
la
choza de espadañas. Con ellos beberé del fuego y de la miel
que
logremos robar a los salteadores. De ellos seré testigo, enmudecido
centinela
en esta larga noche de huerto de los olivos, antihéroe
melancólico
alimentado de las brumas inocentes de la Arcadia
o
del núbil asteroide de El Principito.
7
De
ahora en adelante me pasaré las noches vigilando la oculta
andadura
del sol, tan lenta, tan oscura, por esos mundos ignotos
que
le ocultan hasta su exacta cita con el alba. No vaya a ser
que
algún día alguien vuelva a robar el sol –tronos, dominaciones,
el
Hongo nuclear, los Agujeros Negros, el Lehman Brothers-
y
no haya luz con que lavarme y renacer, prístino, al flujo
verdadero
de las cosas.
Ni fuego en los abrazos de los náufragos
con
que consolar esta carne dolida y fría, esta historia de hombre
tan
crecida de soledumbres y de laberínticos
vuelos
de murciélago.
Quintín García
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