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martes, 8 de abril de 2014

El mapa de la ausencia

Un trozo de tiza dibuja el mapa de la ausencia definitiva.
Un trazo firme, amplio, circular, que mantiene
el recuerdo de un universo hasta ayer familiar, reconocido.
Un círculo, en el extremo superior, remarca
los ojos atentos aún sobre su fruto, que se mantiene
sosegada en su presencia, junto a una sonrisa,
tan amplia y vital, necesaria para seguir respirando.
Los brazos que tantas veces la acogieron
y la elevaron a los aires caprichosos de la alegría,
se transforman ahora en dos líneas imperceptibles.
Pero la savia se hace presente, inunda, desde
la raíz de la memoria y entonces es cuando las manos
florecen, acarician, con sus dedos transformados
en pétalos fragantes, sedosos.
Al fin, concluida la obra más desoladora
y entrañable de nuestra más inhumana historia,
la pequeña contempla satisfecha la creación
que la había creado a ella, se descalza y
camina despacio, sin atreverse a pisar los contornos,
se tiende y ovilla, retornando de nuevo a la forma
de feto feliz que fue en el vientre de su madre,
con sus negros cabellos alborotados, almohada
y pañuelo para enjugar las lágrimas
ante tanta fragilidad y desamparo.
Antes de caer en el sueño inquieto y febril
–al que siempre retorna la bala perdida,
el polvo blanco de la huida,
el hambre en las entrañas de la miseria,
la penetración mortal del odio frente a la ternura–,
ha depositado dos minúsculas zapatillas
en el exterior del cuerpo virtual, anhelado, extirpado,
como si fuera un templo, tierra sagrada
o seno atrayente, cálido, hospitalario.
Nadie pudo llegar a medir la dimensión exacta
de la estela que dejó, en el universo de aquel patio,
su mirada distante, perdida, fugitiva. 

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