Cuando un día se abran las puertas del
confinamiento y podamos volver a pisar de nuevo las calles con pasos detenidos,
nos deslumbrará la luz del sol, nos alimentará la pureza del aire, escucharemos
cada latido a nuestro alrededor.
Entonces compartiremos lo experimentado
dentro del hogar, con los demás y en nuestro interior, se detendrán las miradas
en los rostros conocidos, en los árboles del parque, en las rosas que ha
despertado para nosotros la primavera, en las sencillas piedras del camino.
Nadie nos resultará extraño, saludaremos
al vecino de nuestra casa, a la mujer de enfrente con quien aplaudimos,
detendremos el ritmo para respirar, sonreír y sentir, después de sollozar tanto
desconsuelo, cantaremos agradecidos por estar sanos, más entusiasmados y vivos.
Habrá pasado la noche, pero no las
terribles experiencias de quienes marcharon solos, hundidos; celebraremos con
lágrimas sus vidas y la despedida que no les dimos, sin que aniden en nuestro
corazón las cenizas del olvido.
Volverá lentamente la contaminación, el
estrés por llegar a cada sitio, el afán malsano por consumir y acumular, la
locura de un mundo que no volverá, desempolvoramos los viajes que no hicimos
intentando recuperar deseos diferidos.
Pero si el cielo azul y el agua han
logrado limpiar nuestra mirada, nuestras manos y han dejado un poso de luz en
el alma; si hemos disfrutado de la cercanía, la bondad y la risa; si el amor ha
recuperado la pasión, la ternura y el juego; si logramos empatizar con el dolor
del otro; si hemos intentado escuchar la angustia de otros seres heridos; si
gozamos de instantes en silencio y soledad que creíamos ya perdidos…
Únicamente así habrá sido para cada uno
de nosotros un tiempo provechoso, oportuno. Solo entonces, tanto dolor y luchas
y esperanzas habrán tenido algún valor y sentido.
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