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viernes, 14 de septiembre de 2012


El beso

En su universo
no existía el tiempo.

Se habitaban ensimismados
más allá de las voces y el desconsuelo,
la noche cubierta de cenizas,
la superficialidad, los anhelos,
en un mundo que se desvanece hecho trizas.

En torno a ellos
tan solo el silencio asombrado
contemplándolos, y los caricias
de unas manos que susurran
un lenguaje ignoto, delicado.

Como los primeros habitantes,
dando forma y nombres a su mundo,
se abisman en las cavidades húmedas
de la tierra, para devolver la brisa
a las rosas marchitas, distantes.

Tenaces, en la cresta del fuego y sus llamas,
renacen en la búsqueda de los rincones
más recónditos sin miedos ni prejuicios,
abandonados, confiados al abrazo
encendido del sueño y sus mansiones.

A oscuras, las miradas se encuentran
en la pasión del encuentro,
y todo adquiere una claridad inusitada,
el asombro de exploradores descubriendo
la ternura como la más íntima morada.

Qué hay más auténtico que el embeleso,
la profunda sensación de sentirse vivos,
el infinito placer de reconocerse
en la entrega sin prisa, amanecidos
en el roce del pétalo, en la flor del beso.

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